martes, 17 de marzo de 2015

Domingo IV de Cuaresma

Llegados a la cuarta semana de la Cuaresma, nos encontramos con el Domingo que es llamado “laetare”,
¡Alégrate!, porque con la antífona de entrada nos propone como interrumpir el proceso de conversión y penitencia para alegrarnos en el Señor.

Y ¿por qué nos alegramos? Con los textos de hoy en la liturgia, nos alegramos por el amor inmenso e inmerecido de Dios Padre por nosotros. Como dice el papa Francisco: “Comprender y sentir esto es el sentido de nuestra alegría. Sentirse amado por Dios, sentir que para él no somos números, sino personas, y sentir que es él quien nos llama”.

El Evangelio de Juan (3,14-21), que proclamamos hoy, es clásico. Sintetiza el lenguaje primitivo de la comunidad a los hombres y mujeres paganos a quienes anunciaba una noticia grande: Dios nos ama, y nos ama tanto que nos entregó a su Hijo único para obtener la Vida eterna y la salvación definitiva.

Juan está escribiendo a finales del siglo I, y las comunidades del Asia Menor a las que escribe, no solo experimentan el amor desbordante de Dios sino que son llamadas a hacer de ese amor una exigencia de vida en medio de los hermanos. “Si de esta manera nos ama Dios, debemos amarnos intensamente unos a otros” (1 Jn. 4,10).

“Tanto nos ama Dios que nos entregó a su Hijo único”. Esa “entrega” es donación, es generosidad, es regalo inmerecido. Pablo había dicho unos años antes: “Ustedes han sido salvados por gracia, mediante la fe; y esto no se debe a ustedes, sino que es un don de Dios. Tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir…” (Ef. 2,9).

Y cuando Dios nos entrega a su Hijo –continúa Juan- nos ofrece con él la Vida eterna y la salvación plena. Jesús no vino al mundo para ser mensajero de tristezas y de amenazas; no vino a condenar ni a castigarnos con la muerte eterna. Toda su predicación y su acción de misericordia fueron oferta constante de vida, de gozo, de alegría, porque nos ofrecía el amor inmenso de Dios que todo lo transforma.

Con el amor y con la vida viene también la luz. Una luz que ilumina, trae claridad a nuestra vida y nos descubre las obras de las tinieblas que hay en nosotros, las miserias y las costumbres abominables, que son propias de los paganos, y que todavía pueden estar en nosotros manchando nuestra identidad (cfr. 2 Cron. 36,14-16) y apartándonos de Dios.

Por eso, en esta Cuaresma, así como descubrimos el amor total de Dios, descubrimos también nuestro pecado y nuestras acciones injustas; pero no nos derribamos por eso, sino que nos sumergimos en el océano del amor de Dios que todo lo perdona, lo purifica y lo cambia, si es que queremos vivir en la fe y responder con amor al amor de Dios. Es todo un camino por hacer y que nos lleva a la Pascua. Por eso, la última frase de la primera lectura de hoy nos puede servir de propuesta: “¡Todo aquel que pertenezca a este pueblo, que parta hacia allá y que Dios lo acompañe!”.

Estamos en “el camino de Cuaresma”: vivamos esta semana en un esfuerzo por responder al amor de Dios con una vida de servicio y de entrega comprometida. Oremos, por eso, con san Juan Eudes:

“Señor Jesús, Tú eres el Todopoderoso, nosotros la fragilidad; Tú eres la luz y nosotros las tinieblas; Tú eres la plenitud, nosotros la pobreza; Tú eres la santidad, nosotros el pecado. ¿Qué podemos ofrecerte? Amarte, devolver amor por amor. Oh amor, ¿quién te amará? ¿Cuándo empezaré a amarte como es debido? No podemos estar ante Ti con las manos vacías. Quieres que nos entreguemos a Ti por entero y para siempre. Sacrificarnos para Ti y con todo el amor. Nos has dado la Vida: te la entregamos, la inmolamos. Queremos vivir solo para Ti. Amén”


P. Carlos Guillermo Álvarez, CJM



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