miércoles, 2 de noviembre de 2016

Miseria y Grandeza del hombre en la espiritualidad eudista

Una de las características más llamativas de la espiritualidad de san Juan Eudes ha sido su concepto de la nada del hombre. Pero no hay que ir muy lejos para justificar y expli­car una concepción tan negativa a los ojos actuales; bastaría con contemplar la compleja circunstancia de aquel siglo XVII que, a pesar de su declarado opti­mismo humanista, subrayaba también las más duras e implacables aristas de la condición humana.

Se andaba entonces muy lejos ya de aquel maravilloso re-descubrimiento del mundo antiguo y de sus gracias, que había caracteri­zado al primer Renacimiento. Europa, herida, golpeada y traumatizada, apenas si acababa de salir de la Guerra de los cien años y de las salvajes con­tiendas religiosas en las que, bajo el manto de la fe, se habían manifestado las dimensiones menos comprensibles del hombre.

Era la época en que Callot publicaba aquella serie de impresionantes grabados intitulados «Las mise­rias de la guerra». Época también en la que, desde América, seguían lle­gando noticias de los crímenes que los conquistadores franceses, ingleses, españoles y por­tu­gueses cometían contra los indígenas. Por ello, no es de sorprender el profundo pesimismo que impregnaba el pensamiento de la época, tanto de los pen­sadores como del pueblo: ese hombre que, en principio, se veía tan capaz in­cluso de las mayores vir­tudes, en la práctica se mostraba muy alejado del ideal y de los principios.

La teología y la espiritualidad no escapaban a este común sentir, porque las ejecutorias del hombre no daban pie para una antropología teológica demasiado optimista: una cosa era la teoría y otra los hechos. De allí que fueran tomando fuerza, de nuevo, las posiciones más radicales de Agustín de Hipona, expresadas por corrientes de opinión tan poderosas como el jansenismo. Hasta Bérulle afirmaba que se debe con­siderar siempre el ser humano como fallo e imperfecto: con sus crímenes e infideli­dad. Adán -sostenían- nos ha privado a todos de la gracia; nacemos manchados con una marca de ignominia y como «hijos de la ira», vivimos condenados a la muerte y morimos me­rece­dores de condenación eterna.

Es comprensible, entonces, que Juan Eudes, siguiendo con fidelidad las enseñanzas de su padre espiritual, Bérulle, tuviera y expresara tan clara conciencia de la debilidad humana; su tono se vuelve despiadado y sus expresiones, aceradas, cuando toca este tema. En Vida y Reino, por ejemplo, al refe­rirse al pecado original se le acumulan tan duros epítetos que cortan el aliento: por ser hijos de Adán hemos «hipotecado» nues­tra naturaleza al diablo y al mal, hemos nacido enemigos de Dios, somos objetos de la abomi­nación del cielo y de la tierra, incapaces de hacer ningún bien y de evitar ningún mal por nosotros mismos; «porque el poder que Adán ha dejado en la natura­leza del hombre es sólo impotencia y creer que tenemos ese poder es mera ilusión y falsa opinión de nosotros mismos»[1].

Pero, ¿cómo entender que alguien tan lleno siempre de misericordia, tan sensible a la dolorosa
condición humana, expresara tan escasa confianza en la naturaleza del hombre? La razón es clara: también él había palpado, personalmente, una realidad que favorecía muy poco los altos concep­tos sobre la virtud humana; su vida misionera lo había puesto en contacto permanente con todo tipo de miseria, rodeado como andaba casi siempre más por pecadores a los que había que devolver al buen camino, que por hombres buenos y virtuosos, al estilo de los que pudiera bosquejar un estudio teórico de las capaci­dades del hombre para ser santo. Parecía que, en la práctica, la natura­leza humana era to­talmente incapaz de producir el menor acto positivo.

Esta experien­cia hacía que Juan Eudes coincidiera -aunque sólo en este aspecto- con el deliberado agustinismo de los jansenistas. Por eso, no puede uno leer sin sentirse incómodo cier­tas tajantes expresiones suyas que se mantienen sobre un peligroso filo de navaja en­tre las afirmaciones de Bayo y Jansenio, condenadas por la Iglesia, y las declara­cio­nes más ortodoxas del concilio de Orange[2].

Sin embargo, si se profundiza más en la antropología del P. Eudes se descubre que esas expresiones, despojadas de adherencias que son mera cuestión de estilo, y aquilatadas en su alcance semántico, resultan sor­prendentemente actuales. Hoy nos sobran prueban psicológicas y éticas de que somos materia mezclada: luz y sombra, divinidad y barro, impulsos de vida y compulsiones de muerte, libres como Dios pero inevitablemente condicionados por factores diversos. Por eso, fundamentar desde la sim­ple razón la dignidad del hombre sigue siendo un tema difícil: hay demasiada dis­tan­cia entre el hombre ideal y el hombre real que recorre nuestras calles y habita nues­tras casas. ¿Cómo podemos demostrar que la persona humana y su dignidad tie­nen un valor absoluto cuando la experiencia cotidiana nos muestra únicamente hombres limitados y dependientes? ¿Cómo defender aquella capacidad natural del hombre para ser bueno, de que nos hablaba Rousseau entre otros, y que se convirtió en ban­dera de combate de la modernidad, cuando lo que vemos a diario es la violen­cia, la muerte, la crueldad, el odio? ¿Cómo hablar de un hombre naturalmente vir­tuoso ante el hedor y el humo de las chimeneas de los campos de concentración, ante la estúpida crueldad de Bosnia, Somalía, Chechenia o Irak, ante los asesinatos de niños en el Brasil o los genocidios permanentes en América Latina, ante los fanatismos de re­nacientes nacionalismos, ante la insensatez de nuestro proceder antiecológico, para sólo citar algunos ejemplos?

La pregunta, decía Heidegger, es la piedad del pensamiento. Y Metz transforma así la frase: «La pregunta a Dios es la piedad de la teología». Cualquiera que, en tiempos recientes, haya contemplado las imágenes que nos llegan de diversos países dan la razón a Metz. Parece que los humanos disponemos hoy de recursos suficientes para superar cualquier récord de barbarie alcanzado en el pasado. En este sentido, no es Dios quien necesita justificación. Preguntas como "¿dónde estaba Dios en Irak?" debe completarse con esta otra: "¿dónde estaba el ser humano en Irak?".

En síntesis, ni nuestro mundo es el mejor de los posibles como quería Leibniz, ni el hombre es ese natural dechado de virtudes que preconizaba Rousseau. Semejante opti­mismo metafísico choca abruptamente con una experiencia que tiende a generar, más bien, ese pesimismo radical que ha llegado hasta nuestros días de la mano de Nietsz­che, Sartre, los «nuevos filósofos», Cioran y el pensamiento débil de los postmoder­nos.

Quizás, en el horizonte de un humanismo inmanente, sea ne­cesario renunciar a fundamentar racionalmente la dignidad humana y debamos contentarnos con presu­ponerla. Aunque sí cabe demostrar y reflexionar sobre las consecuencias que tiene para el individuo y para la sociedad aceptar ese presupuesto o renunciar a él... Los proble­mas personales relacionados con esta dificultad están, según pa­rece, en auge perma­nente. El hombre actual es víctima de la angustia. Los gran­des sistemas de ideas de­saparecen. Y aunque existen muchos modos de comunicarse, la incomunicación y la soledad son quizás los sentimientos más difundidos entre la gente; el futuro atenaza la imaginación y la muerte obsesiona los espíritus; el suicidio también. Hoy mucha gente se considera menos que nada, vive irreconciliada consigo misma, con la auto­estima en su mínima expresión. De ahí el auge impresionante de las enfermedades características de nuestro siglo: la depresión y el estrés. No sorprende que la novela y los grandes medios masivos reflejen una especie de estado de desesperación colec­tiva y de angustia existencial.

Y es que, efectivamente, cuando la pregunta sobre el porqué del mal desemboca en el callejón sin salida de lo no-explicado, es difícil sustraerse a la impresión de que lo no-explicado es en realidad inexplicable. Pero lo inexplicable conduce, a su vez, a la desoladora constatación de la ausencia de sentido y, por ende, a una lectura trágica de lo real, que renuncia, no ya a justificar a Dios como pretendía Leibniz, sino a encontrar alguna razón válida para «este mundo finito de tormento infinito». Y ahí termina, por ahora, la pesquisa filosófica en torno a la miseria humana y al problema del mal: «el mundo es un desastre cuya cima es el hombre... y el soberano bien es inaccesible... Somos los cautivos de un círculo sin salida, donde todos los caminos conducen al mismo infalible abismo»[3].
Sin embargo, la espiritualidad de san Juan Eudes no se quedó sumergida en ese pantano de pecados y crímenes humanos. Fue capaz de transcenderlo desde su conciencia clara de nuestra condición divina. Porque si lo contagiaba ciertamente el pesimismo de su época, se trató siempre de un pesimismo nutrido de una firme y arraigada esperanza, a partir de su convicción cimera de que Dios es ternura y misericordia, como iremos en entregas próximas de este mismo blog.

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[1] SAN JUAN EUDES, O.E., El Minuto de Dios, Bogotá, 1990, 2a. ed., p. 174,

[2] A modo de ejemplo: hay que hilar muy fino, teológicamente hablando, para precisar las dife­rencias entre aquel «sin la ayuda de la gracia, el libre albedrío sólo sirve para pecar», de Bayo, y el «Nadie tiene de sí más que pecado y mentira» del concilio de Orange. La diferen­cia entre ambas afirmaciones parece tan tenue que resulta difícil, por decir lo menos, deter­minar hacia qué lado debería caer el sentido de frases como ésta de Juan Eudes: «como hijos de Adán nacemos incapaces de todo bien» (O.E., p. 168). ¿Deberíamos deducir que aquí el agustinismo de Juan Eudes lo hizo bordear a veces el campo de la herejía?.... Encuentro espe­cialmente útil para aclarar este problema el artículo de E. SCHILLEBEECKX, «La infalibili­dad del magisterio», en Concilium 83 (1973), pp. 399-423.

[3] B. HENRY-LEVY, La barbarie con rostro humano, Caracas 1978, 73, 105, 119. 




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